La primera vez que fui a Mar del Plata, allá por 1979, cuando sólo tenía 9 años, lo hice al hotel sindical del gremio de mis padres: los obreros textiles. Fueron dos semanas, en las cuales había que cenar a una hora determinada y respetar los horarios de todo. Lo mismo pasaba en la ciudad, la playa más populoso y tradicional de la Argentina. Para todo había que hacer colas inmensas; era como si todo el país se hubiera volcado sobre las playas, donde a media mañana ya no había espacio ya no había espacio ni para un alfiler en la arena, que hervía bajo el sol del verano.

El recuerdo que me quedó de aquel viaje no fue el mejor: Mar del Plata me pareció para siempre un lugar feo e incómodo, atestado de gente, a tal punto que no volví nunca más. Marplatenses, no se enojen, ni dejen insultos en los comentarios: prometo volver, porque supongo que ya es hora que me libre de mis traumas infantiles. Recuerden que se trata de mis recuerdos, no de la belleza objetiva de la ciudad, ni de lo bien que muchos de ustedes manejan el tema del turismo.

Sin querer, había tenido contacto con el fordismo vacacional en todo su esplendor. El que moviliza, en la misma época del año, a enormes cantidades de personas a los mismos lugares. En este caso, a la costa argentina. Manejar tal número de turistas requería del uso intensivo de estrategias de planificación de la ocupación hotelera, de los horarios de comida, de los espacios, que en el fondo se parecían mucho al resto de la vida cotidiana de las personas. Al fin y al cabo, el fordismo se destacaba por sus horarios rígidos, sus trabajos repetitivos, su concentración de mucha gente en el mismo lugar y a la misma hora. Y cuando la gente se iba de vacaciones, seguía el mismo modelo.

Siempre tuve muchos problemas para aceptar como obvio ese modelo de “ahora en el verano nos vamos a la costa”. Tal vez ese trauma infantil me haya llevado a tomar el camino del mochilero: en verano, me iba a Bolivia, a Perú, al Norte argentino, pero ni pisaba los centros vacacionales. Hasta me sentía un poco incómodo cuando me encontraba con mucha gente en plan “turista”, com me pasaba a veces en Cafayate.

¿Están en decadencia los enclaves turísticos del fordismo? Si miro mis prácticas de viaje, y la de muchos de mis amigos, es probable que me sienta tentado a decir que sí. Que no nos gusta ir todos los años al mismo lugar, que ni locos nos compramos un departamento en una playa, y que en la medida de lo posible preferimos no visitar lugares atestados de gente. Pero cuando miro las cifras del último verano en Argentina, y veo como la costa explotó en cantidad de turistas, me cuesta asumir fácilmente que mis prácticas de viajes puedan ser generalizadas, tan sencillamente, al resto del mercado turístico. Está claro que a la hora de elegir donde irse de vacaciones, la gente opta por lo que puede. Y en muchos casos, la elección se limita a destinos relativamente económicos, en donde la gran oferta de alojamientos y pasajes permite la existencia de precios accesibles.

Pero aún así, no me sale: cuando pienso en esas imágenes de la playa hirviendo y de la gente haciendo enormes colas para comer, me dan ganas de estar con una sopa caliente en algún rincón del Norte Argentino. Así como no me acostumbrá a trabajar bajo el régimen fordista, va a ser difícil que me encuentre a gusto en un modelo de vacaciones caracterizado por los lugares atestados y los horarios estrictos.

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