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A veces, entre tanta preocupación analítica y teórica, se nos escapa algo: nos olvidamos de lo fundamental, de nuestra pasión por viajar. Atrapados por las palabras, perdemos de vista que es ese movimiento continuo, el saltar por los micros, el pasar entre la gente y los nuevos entornos, lo que en el fondo nos fascina. No hablo de otra cosa que esa misma pasión por el viaje que nos hace olvidar los hechos malos, que nos lleva a relatar como un suceso banal las enfermedades en la ruta, las picaduras de pulgas, los paseos en vehículos destrozados. Ya estamos curtidos en eso de ver como nos escuchan con extrañeza; de escuchar esas frases del tipo ¿vos viajás para sufrir?” o cosas así.

Pensar el viaje, teorizar sobre él, sobre sus motivaciones y su impacto sobre el entorno social en el cual nos movemos, no deja de ser necesario. De hecho, este blog siempre ha intentado hacer eso. Pero este esfuerzo sedentario -en el fondo, el pensamiento relacional surge cuando nos tomamos el tiempo de apartarnos del continuum de experiencias- sólo vale la pena cuando lo combinamos con nuestra pasión por el movimiento.

Podemos ver nuestra ciudad con ojos de turista. Pero lo hacemos porque nos hemos entrenado en otros lugares en esa forma de ver lo nuevo, lo extraño, lo no cotidiano. Y sabemos, en el fondo, que debemos volver cada tanto a pisar la ruta.

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