Datos disparatados y sentido comun

“Yevgueni Alekseievich encendio el televisor, en color, que estaba sobre el aparador. La enorme caja granate oscuro rugio con tanta amenaza que parecia que se iba a erizar de un momento a otro. El Dinamo contra el Spartak, me aclaró en voz baja Yevgueni Alekseievich, solo a mí, pues los demas hacia tiempo que lo sabían.

Clavé la vista en una pantalla que no transmitia ninguna imagen. Su concava curvatura de cristal la recorrian con frenesf y en todos los sentidos miles de chispas de todos los colores. El televisor estaba estropeado, y si una tele se estropea en el Komsomolski Posiolok, no hay manera de arreglarla.

Nunca habia visto nada semejante. Una veintena de hombres con la vista clavada en una pantalla centelleante que cada dos por tres despedía columnas de chispas, como las que se levantan sobre el fuego cuando alguien le echa una rama de pino seco. Motas, rayas y granos de luz bailaban, latian y chisporroteaban como un febril y etéreo espejismo. Que riqueza de formas de luz, que pantomima tan alocada e incansable. Todo aquel fulgor se me antojaba delirante e ilógico, pero no tenía razon. Un orden perfecto gobernaba los movimientos de aquellas particulas multicolores, sus vertiginosas carreras y sus súbitos cambios de dirección.

En determinados momentos el lado izquierdo de la pantalla empezaba a despedir un chisporroteo rojo que vibraba, ondeaba y corría de un lado para otro, y, de repente, la habitacion se llenaba de un grito: jGoool! ¡El Dinamo ha metido un gol! ¿Cómo sabes que lo ha metido?, pregunté, perplejo, a Yevgueni Alekseievich, tanto más cuanto que en la tele tampoco funcionaba el sonido. ¿Cómo no lo voy a saber?, me contestó con gran asombro, ¡todo el mundo sabe que el Dinamo lleva camisetas rojas! Al cabo de un tiempo en el extremo opuesto de la pantalla se producía una concentracion de azul (el color del Spartak) y la habitación gemía: ¡Han igualado el marcador! (puesto que los reunidos eran hinchas del equipo del Dinamo). Durante la media parte las chispas se habian calmado, incluso se habian quedado inmoviles, dispuestas ordenadamente en toda la superficie de la pantalla, para, más tarde, volver a lanzarse a hacer nuevas piruetas y locuras, pero se nos habia hecho tarde y tuvimos que dejarlas para acudir a la reunión.”

Es increíble la capacidad que tenemos para extraer información y teorías de un conjunto de datos que, en principio, aparecía como completamente incomprensible y disparatado. En su narración, el periodista polaco Ryszard Kapuscinsky cuenta con aire asombrado como una veintena de personas se reúnen a ver un partido de fútbol frente a un televisor en el que apenas se ven manchas, y que para peor no tiene sonido. Y a pesar de eso, los asistentes se las arreglan para saber quienes hacen goles y cual es el resultado final.

Desde ya, esta lectura del partido se hace a partir de un conocimiento de sentido común: cuando hacen un gol, los jugadores del mismo equipo se reúnen en un punto de la cancha -al menos, varios de ellos- mientras las cámaras de televisión enfocan a la tribuna donde festejan los fanáticos.

Rápidamente, recuerdo aquella frase que leí en ¿Es real la realidad?, el estupendo libro de Paul Watzlawick -cito de memoria, otro día busco la referencia bibliográfica-: “no hay conjunto de datos que sea tan disparatado para impedir que podamos arribar a una conclusión”.

¿Cuántas veces en los viajes hemos aprendido a descubrir regularidades nuevas, hemos incorporado como sentido común lo que horas o minutos antes veíamos como un conjunto incomprensible de observaciones? En cierta medida, aprendemos a leer la realidad de otra forma. Recuerdo la primera vez que fui a Bolivia; en un viaje nocturno, el chofer del micro insistia en pasar canciones de cumbia a todo volumen. Molesto por no poder dormir, me fui hasta adelante -saltando sobre los bultos- a pedirle lo bajara. Y me contestó con una frase con mucho sentido común: “si apago la música, me duermo”. A partir de allí, me acostumbré a dormir en los micros aunque la música taladrara mis oídos. Y encima dormía más tranquilo, porque pensaba, con mucho sentido común, que había menos posibilidades que el chofer se durmiera en aquellos caminos de cornisa tan aterrorizantes.

Así, los viajes suelen ser retos a nuestros sentidos comunes más arraigados. Como aquel que me hacía reír al ver a algunos mochileros argentinos en las terminales de ómnibus, que preferían dejar pasar un micro lleno en Bolivia o en el sur de Perú, para subir a uno vacío detrás. En el fondo, creían ingenuamente que los buses salían a horario. Y no: sólo salen cuando están llenos. El resultado era que viajaban en un micro lleno, pero varias horas después. Y sin haber regateado el precio.

El fragmento que abre este posteo está tomado de “Vorkutá: congelarse en medio del fuego”, del libro El Imperio, del brillante periodista polaco Riszard Kapuscinsky. Anagrama lo editó en español en 1994.

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