Calvino y los recuerdos claros del viajero

“De la ciudad de Zirma los viajeros vuelven con recuerdos muy claros: un negro ciego que grita en la multitud, un loco que se asoma por la cornisa de un rascacielos, una muchacha que pasea con un puma sujeto por una traílla. En realidad muchos de los ciegos que golpean con el bastón en el empedrado de Zirma son negros, en todos los rascacielos hay alguien que se vuelve loco, todos los locos se pasan horas en las cornisas, no hay puma que no sea criado por un capricho de muchacha. La ciudad es redundante: se repite para que algo llegue a fijarse en la mente.

Yo también vuelvo de Zirma: mi recuerdo abarca dirigibles que vuelan en todas direcciones a la altura de las ventanas, calles de tiendas donde se dibujan tatuajes en la piel de los marineros, Trenes subterráneos atestados de mujeres obesas que se sofocan. Los compañeros que venían conmigo en el viaje juran en cambio que vieron un solo dirigible suspendido entre los pináculos de la ciudad, un solo tatuador que disponía sobre su mesa agujas y tintas y dibujos perforados, una sola mujerona abanicándose en la plataforma de un vagón. La memoria es redundante: repite los signos para que la ciudad empiece a existir.”

Italo Calvino, “Las ciudades y los signos 2” en Las Ciudades Invisibles. Madrid, Siruela, 1998 (ed. original en italiano: 1972).

¿Cómo se representan las ciudades en nuestra memoria? A veces, cuando leemos ciertas crónicas de viajes sobre lugares que hemos visitado, solemos disentir con ellas, y decimos para nosotros: “¿cómo es que no vio aquello” o ” ¿no habla de tal lugar?”. En el fondo, pensamos a nuestra memoria de manera objetivista, como si la representación que hace de la ciudad fuera la única, la obvia. El texto de Calvino retoma justamente esa disonancia: la construcción que hace nuestra memoria, esos “recuerdos tan claros” que trae consigo el viajero, no coinciden con lo de sus compañeros de viajes. Es que las ciudades no se conocen sólo a través del recorrido físico; ya forman parte de nuestros saberes, tenemos representaciones sobre ellas, deseamos verla, y queremos que esa experiencia sea cualquier cosa menos decepcionante. Es difícil que veamos la misma ciudad cuando las representaciones que antecedieron esa visión difieren.

Justamente, esa necesidad de representar a las ciudades de una manera única, obvia, es la que motiva al marketing a fijar en unos pocos atributos lo que se describe como la “esencia” de una ciudad. Ya sabemos que no hay ninguna, pero en el fondo, todos los lugares terminan siendo descriptos de manera esencialista. Así, Buenos Aires es el tango y el obelisco, París y la Torre Eiffel y el Louvre, entre otras descripciones reduccionistas.

Pero el vagar por las ciudades es la mejor forma de no terminar creyéndose el discurso del marketing. Allí nos encontraremos con las zonas no turísticas, en donde se dan los cruces más interesantes. Justamente, en esa mezcla de tradiciones es donde se define lo importante del espacio urbano. Y no en esas zonas presuntamente “auténticas” donde se conserva una “pureza” que no es más que el congelamiento de un estado de cosas que perteneció a otras condiciones históricas.

Las ciudades invisibles es el libro que todo viajero debería leer. Cuando estamos perdidos en medio de miles de señales, en lugares y caminos que no conocemos, es bueno detenerse y concentrarse en la deriva semiótica que Calvino pone en boca de Marco Polo a la hora de narrarle al Kublai Khan que ciudades pueblan su reino. Es una manera de convertir el mero movimiento en una reflexión sobre el status mismo de viajar.

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