Entre 1999 y 2001, fui cinco veces a Bolivia. Siempre me pareció un país increíble, no sólo por todas las cosas que hay para ver, sino porque planteaba un desafío. Sus caminos de cornisa, el paupérrimo estado de la flota de buses de larga distancia, los usuales bloqueos de caminos, las inclemencias del tiempo, eran un reto a vencer. Para recorrer Bolivia, desde ya, hay que tener muchas ganas, tanto de soportar malas condiciones de viaje como para descubrir cosas nuevas todo el tiempo.

Los recientes acontecimientos en Bolivia, que derivaron en la salida del presidente Sánchez de Losada, se veían venir hace tiempo. Un país crecientemente fragmentado, gracias a la oposición entre regiones -particularmente entre el Oriente y el Altiplano, con Tarija jugándola por otro lado- y a la creciente demanda de ciertos sectores, como el cocalero, que ve como sus plantaciones son reducidas sin que se les proponga nada sustentable a cambio.

En cierta medida, uno conserva imágenes de sus viajes. Así, Bolivia es la enorme planicie blanca del salar de Uyuni; los oscuros pasadizos de las minas de Potosí; los sótanos donde se baila trance en La Paz y se viola la prohibición de que los lugares de entretenimiento sigan abiertos más allá de las dos de la mañana; las largas esperas en el camino, aguardando la reapertura de la ruta al Chapare; los precipicios aterradores del camino de Coroico a la Paz; las rápidas huidas de Villazón, un lugar donde simplemente nadie tiene nada que hacer.

Es difícil decir hacia donde va Bolivia. Su panorama político es extraordinariamente difícil de estudiar, y parece fragmentarse cada vez más. Tal vez ya va siendo hora de hacer una nueva visita en poco tiempo.

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